Una excursión desde Xert al Molló dels Cinc Termes
y a la Font de Consell
Por Juan Antonio Micó Navarro
Hoy es domingo 30 de marzo y hay que cambiar la hora de los relojes por indicación del gobierno. Pasaremos unos días desconcertados hasta que nuestro organismo se acostumbre al nuevo ritmo horario, pero no tenemos más remedio que cumplir con esta imposición un tanto absurda que desequilibra nuestra fisis y nuestra psyque. Hemos adelantado una hora el tiempo y la sensación con la que amanecemos es la de no haber dormido bastante.
José Miguel Mateu ha quedado en venir a recogerme a las 10,30 en su pequeño Suzuki Santana rojo para ir de excursión al Molló dels Cinc Termes, en el cual confluyen las demarcaciones territoriales de Xert, Catí, Tírig, Salzadella y Sant Mateu. Me lo imagino como un lugar importante donde, a lo largo de la historia, se han reunido más de una vez los representantes de estas poblaciones del Maestrat de Montesa para dilucidar asuntos concernientes a la delimitación de sus territorios y, en especial, de los derechos de pastoreo que tan importantes fueron cuando las raveras de ovejas constituían una de las grandes riquezas de estos territorios. Por ello antes de salir, mientras espero a mi amigo y compañero de excursión, consulto el magnífico trabajo de investigación de Xavier Coloma Toponímia del Terme Municipal de Xert, para ver qué datos nos aporta sobre este topónimo tan interesante. En efecto, nos confirma la confluencia de los pueblos ya citados, pero nos indica que antes dividió los territorios pertenecientes a la jurisdicción de Morella, el castillo de Cervera y los dependientes del abad de Benifassà, según consta en un documento de 1323. Por tanto, nos dirigimos a un lugar importante a lo largo de la Edad Media y de los siglos posteriores.
Como mi compañero de excursión se retrasa, aprovecho el tiempo de espera para revisar mi coche y limpiarle los cristales, en especial el parabrisas delantero donde siempre se estrella alguna abeja de las que, sin esperar la muerte, cruza de forma natural la carretera, esa línea asfáltica trazada arbitrariamente por el hombre sin tener en cuenta la naturaleza y las migraciones de la fauna, la cual al eviscerarse sobre el cristal deja una mancha pegajosa y melosa, como impronta de una muerte súbita, inesperada e innecesaria.
A las 11,30 horas llega José Miguel. Se disculpa por el retraso pero anoche olvidó cambiar las manecillas del despertador. Voy a casa, recojo mi pequeña mochila roja en la que llevo una manzana y una botella de agua para reponer los líquidos que pierda por el sudor durante la ascensión, pues hoy hace calor, y una chaqueta fina de lana porque en la cima de las montañas las condiciones climatológicas no son de fiar y más ahora en primavera.
Encuentro a Juanita que trae flores para adornar el altar de l´Església Vella para la celebración de la fiesta de Sant Vicent Ferrer. Me entretengo hablando con ella del Hospital de Sangre que se instaló en el edificio de las Escuelas Municipales en la última Guerra Civil. Es un tema sobre el que estoy recopilando información en el Archivo Municipal, pues me interesa reconstruir la sanidad municipal en los siglos XIX y XX para un trabajo profesional. Ella me ayuda mucho con recuerdos de aquellos años de infancia y contactando con otras personas mayores que pueden aportar información oral. Desgraciadamente las fuentes escritas que se conservan en el Archivo son escasas, por lo que no sé lo que podré reconstruir de aquel centro sanitario provisional.
Por fin me despido de Juanita y subo al Suzuki Santana de José Miguel. Descendemos desde Cap de Vila por la calle Tras Cases hacia la de Fredes recientemente empedrada. De allí salimos al Tossalet y por la pista del Turmell y bordeando el Barranc de La Font tomamos la Avenida de la Independencia. No puedo dejar de sentir un escalofrío cuando pienso que para ensanchar esta calle derribaron en 1936 la ermita gótico-renacentista de Sant Vicent y que sus restos están esparcidos por el comienzo de Les Clotes. Hoy esta pérdida irreparable de nuestro patrimonio histórico se hubiera solucionado con facilidad trasladando sus venerables piedras a otro emplazamiento, pero ni la técnica arquitectónica ni la sensibilidad del momento lo posibilitaron. Por cierto que, con la visión casi de rayos X que nos proporciona la edad y la experiencia localicé, hace unos años, una piedra con inscripción en un campo de Les Clotes que, sin duda alguna, permite datar la ermita. Desafortunadamente está incompleta y no aparecen más que la abreviatura de año y las dos primeras cifras: 16. El propietario del campo nos permitió que la recogiéramos y la trasladamos al interior de l´Església Vella para incorporarla, en su momento, al futuro museo parroquial. Es un acto muy de agradecer porque nos ha permitido datar el edificio en el siglo XVII. Lo ideal sería localizar la parte faltante de la inscripción para poder fechar con exactitud la construcción. Todo es cuestión de perseverancia.
Por la calle Sant Vicent tomamos ya la carretera de salida que comienza en la Costa de Celets y nos dirigimos a la carretera general. El sinuoso camino, compuesto de curvas continuas y descendentes, transcurre entre campos de maravillosos olivos milenarios, de ésos que aparecían en los cuentos de nuestra infancia, que tenían ojos, boca y brazos para aterrorizar, con su corpulencia, a los niños indefensos que se perdían de noche en los espesos bosques mágicos de la fantasía.
¡Cuántas guerras, cuántos dolores y alegrías habrán contemplado estos olivos a lo largo de los siglos! Seguro que, si hablaran, nos sorprendería lo que ante ellos ha ocurrido. No muy lejos de aquí está el denominado Racó de la Batalla, actualmente propiedad de nuestra amiga Carmelina, donde se libró una escaramuza entre carlistas y realistas en el siglo XIX según algunas fuentes orales, aunque Xavier Coloma cita otras en las que se recuerda la existencia en el mismo lugar de una batería en la guerra civil (1936-1939). En cualquier caso fue sitio de dolor, destrucción y muerte. Un lugar tan bello fue para algunas personas algo muy alejado del contexto de paz que se respira entre estos olivos, entre cuyas raíces corrió la sangre de hombres inocentes. Aquí habrán reído y se habrán alegrado muchas generaciones de xertolins viendo colmadas sus poderosas y amplias ramas con miles de aceitunas verdes y negras u observado con dolor, otros años, la pérdida del codiciado fruto oleaginoso que, por el fuerte viento, las heladas o las sequías ocurridas a lo largo de los siglos, empobrecían sus vidas y su economía doméstica. Por todo ello, por tantos recuerdos imborrables, deberíamos declararlos sin dudarlo monumentos naturales, para evitar la depredación y la venta de la que están siendo objeto en ciertos pueblos del Maestrat. Me maravilla la belleza de sus troncos de madera, retorcidos por los años cuya piel, semejante a la de los hombres y mujeres más ancianos, se retuerce surcada por las arrugas de la historia.
Antes de salir a la carretera general Vinaròs-Vitòria, pasamos junto a una gran balsa de riego cuyos muros están cercados por una tela metálica. Según la historia oral, en su fondo yacen múltiples bombas, armas y munición, lanzadas al finalizar la última guerra. ¿Será historia cierta, o leyenda alimentada por los años? Llegamos por fin junto a la carretera general y viajamos por una vía de servicio paralela para cruzar más adelante a la otra parte, a la Rambla. Allí tiene su granja Juan José y nos cruzamos con él. Nos saluda sonriendo y veo en su expresión esa pregunta tan corriente en la gente:
- ¿A dónde van éstos a estas horas?
Cerca de la gasolinera del Clot d´En Simó cruzamos la carretera general por un paso autorizado y seguimos por otra vía secundaria paralela. Bajamos a la Rambla de Cervera y comenzamos a avanzar por su cauce seco y pedregoso hasta el Barrio de Enroig. Durante siglos en la Rambla se han ido sedimentando miles de piedras arrastradas por las corrientes invernales desde lejanas montañas. A nuestra derecha vemos el Molí Cremat, oculto entre la maleza y sepultado bajo el trazado actual de la carretera de Morella, con un interesantísimo acueducto para la conducción de aguas. Es una lástima que los ingenieros que diseñan las modernas vías de comunicación no respeten en algunas ocasiones el patrimonio histórico que resulta ser siempre el gran olvidado. Un poco más arriba divisamos el Molí de Camarilles, desfigurado bajo la apariencia de un chalet de recreo. De nuevo la historia no asumida ni respetada de estos inmuebles hidráulicos.
Por fin llegamos a Enroig, convertido en la actualidad en un barrio tranquilo y residencial, después de soportar durante décadas el paso constante del tráfico de la carretera general, ahora felizmente desviada. Algunas de sus antiguas construcciones se han convertido en “casas rurales” con un encanto muy especial, gracias a la ilusión y tenacidad de una empresaria modélica: Odette Calvo y de su familia. Esta iniciativa ha dado una nueva vida a la barriada de Enroig y la ha convertido en un reclamo turístico de calidad. Si antes criticábamos a los ingenieros por dejar en estado lamentable los restos del Molí Cremat, ahora aplaudimos a estos mismos por liberar a Enroig del insufrible tránsito rodado. A las casas rurales hay que añadir la existencia de una piscina municipal y un pequeño campo de deportes construido por iniciativa del anterior alcalde de Xert Vicente Beltrán natural de Enroig. Y hay que agradecérselo porque, en ocasiones, las poblaciones más populosas olvidan a las que dependen de ellas, como ocurre en los pueblos que son absorbidos por las grandes ciudades en las que las comunidades antaño independientes se convierten sin más en barrios periféricos y no los dotan de las infraestructuras pertinentes. También posee una pequeña iglesia dedicada a Nuestra Señora del Pilar y un restaurante de reciente apertura: “El Lobo”, regentado por una familia alemana. Es pequeño en tamaño pero de muy buena cocina, como comentaremos más adelante.
Atravesamos el núcleo habitado y torcemos a la izquierda por un camino asfaltado que atraviesa la rambla de nuevo y nos introduce en una zona de montículos suaves y recónditos valles que contrasta con la abrupta altura y la imponente presencia de Les Moles que ahora quedan a nuestra espalda. Aquí se trata de pequeñas elevaciones en cuyas cimas se asientan algunas antiguas construcciones medievales. Así pasamos junto a la torre vigía de Les Solsides, rodeada de un frondoso pinar. Hoy la dejamos a nuestra izquierda aunque prometemos volver otro día para visitarla, pues yo nunca la he visto de cerca. Un poco más adelante se alza, sobre otra elevación el conjunto de casas conocido como Mas dels Catinells de Baix habitado por la familia de Otilio, una de cuyas construcciones se ve que ha sido restaurada recientemente con esmero y, un poco más adelante, escondido entre la vegetación, está el Mas dels Catinells de Dalt, que se extiende sobre una planicie menos abrupta habitado por Pepe y Odette. Gracias a ellos estas tierras mantienen su antigua actividad como asentamiento de población humana.
Seguimos nuestra excursión por camino asfaltado hasta las cercanías del Mas de la Creu, otro conjunto de varias viviendas en muchas de las cuales sigue también existiendo actividad humana, aunque sus propietarios no los habitan de forma permanente, sino más bien en vacaciones de estío. No obstante, la mayoría se conservan en buen estado. Una de ellas, la de Víctor y Sara, enamorados del silencio y la paz absoluta del campo xertolí, no tiene luz eléctrica porque cuando, hace unos pocos años, se extendió el tendido eléctrico hasta esta zona de población dispersa, rechazaron instalarla en su masía. Son personas de convicciones firmes y de un romanticismo difícil de encontrar en un mundo tan materializado. Es como si quisieran revivir, durante algunos días el tiempo que ya pasó, el silencio que caracterizaba estas masías aisladas, el crepitar del fuego en el invierno, sentir cómo el aire frío de la montaña penetra por las rendijas de las puertas y por el tiro de la chimenea mientras hace regolfar el humo del hogar, y titilan las llamas rojizas y te invade una sensación de soledad e intemporalidad profunda que te permite escuchar a la tierra y conectarte con los espíritus de quienes vivieron en esta masada hace siglos, dejando su impronta en cada rincón del valle. Me viene al recuerdo la excursión que realizamos con la Associació Cultural Font de l´Albi a finales de agosto de 2006 en que al regreso, ya noche profunda, pudimos contemplar el cielo cuajado de miles de estrellas. Sólo en un valle mágico como éste se puede sentir la inmensidad del universo, lo pequeño de nuestro mundo, lo insignificante de la persona humana.
Aquí acaba el asfalto y ahora tomamos un camino de tierra que se abre a nuestra derecha y sigue penetrando en este valle entre montañas, el cual nos conduce en dirección al Mas de Roca, convertido actualmente en un centro cinegético. El Suzuki Santana comienza a subir y bajar como consecuencia de la irregularidad del terreno y de las múltiples piedras desprendidas por la acción de las lluvias. Con frecuencia tocamos con la cabeza el techo del coche y eso que, en mi caso, soy de baja estatura.
Aparcamos el automóvil en un campo inculto y nos colocamos las mochilas a la espalda. Ahora comienza realmente la experiencia del día. Nos adentramos por el camino que conduce a Catí. El día es hermoso y luce el sol, aunque sus efectos están atemperados por un vientecillo suave que nos permite avanzar sin fatiga. De repente observamos en un campo yermo junto al camino un ciprés esbelto y bello que, en medio de una vegetación dominada por coscoja y matorral bajo alza su aguja hacia el cielo nítido de la primavera. José Miguel se detiene, saca de su mochila los prismáticos y observa con curiosidad el ciprés. Como si intuyera un peligro incierto, una bellísima codorniz alza el vuelo sobrepasando nuestras cabezas con cadenciosa marcha. El ciprés se mueve con calma hasta recobrar su equilibrio y quedar tranquilo e inhiesto. Espero que no la vean los cazadores y no la alcancen con sus escopetas y pueda seguir su vuelo en paz y sosiego. La luz nítida de este día invita a observar el cielo. Miramos con las lentes de aumento el cercano Mas de Roca y vemos varios coches parados ante su entrada. Más allá se divisa el Mas dels Catinells de Dalt, sus construcciones y establos.
Por toda esta zona vemos restos de cartuchos multicolores. Nos prometemos que, como proponen las actuales tendencias de voluntariado ambiental, la próxima excursión llevaremos sendas bolsas de plástico para recoger estos elementos contaminantes. Resulta contradictorio que algunos cazadores que viven y aman la naturaleza, según afirman, abandonen por todas partes estos restos de su actividad difícilmente reabsorbibles por la naturaleza y que irán acumulándose año tras año en los montes que frecuentan. Volvemos a emprender la marcha y al poco llegamos ante una valla de metal coronada con alambre de púas y cerrada por una rústica puerta de madera que interrumpe nuestro paso. José Miguel alza un cierre metálico y penetramos en una zona caracterizada por pequeñas lomas cubiertas por una vegetación más suave. Es como si tras la valla se abriera un nuevo paisaje, un mundo diferente, modelado por la presencia constante del hombre y sus animales. En efecto, cerca de nosotros vemos una vaca pastando. Aquí nace una senda, por esta parte interior de la valla, que según nos indica el GPS de José Miguel asciende de forma directa a nuestra meta: el Molló del Cinc Termes. Estamos en el término municipal de Catí y a mí me da reparo, tengo escrúpulos de conciencia por estar dentro de una propiedad privada y vallada. Y por más que me insiste José Miguel haciéndome reflexionar sobre el hecho de que la valla está puesta con la única finalidad de evitar que se escapen los animales que pacen sueltos por estas montañas, mi remordimiento va in crescendo. Además pronto divisamos, al fondo del valle, una masía y los perros de ésta, que han detectado con su fino olfato nuestra presencia, comienzan a ladrar para avisar a su amo. Ya no quiero seguir jugando con mis sentimientos encontrados y, aprovechando que la valla metálica es aquí más baja de altura, salto a la otra parte. A partir de ahora José Miguel asciende cómodamente por el camino de Catí y yo, cabezota como siempre, voy subiendo entre matas de coscoja, aliagas y piedras, intentando ascender en paralelo a él y sufriendo los mil inconvenientes que mi estricta conciencia en el tema de la propiedad ajena vallada me impongo.
Conforme avanzamos en nuestra ascensión la vegetación me cierra el paso con mayor contundencia. Voy hacia derecha e izquierda, buscando calveros y pequeños senderos, intentando no perder de vista el murete de piedra sobre el que se asienta la valla divisoria y procurando seguir el paso rápido de mi compañero de excursión. En algunos momentos siento desaliento y pienso que quizá no tengo ya la fuerza necesaria para este tipo de ascensiones a campo a través. La edad se nota en la rapidez de la respuesta de mi organismo al ascender un desnivel de esta envergadura sin parar a descansar pero no me rindo, aunque la respiración se hace fatigosa.
La montaña parece que no va a acabar nunca. Por fin, en la lejanía se divisa el Molló. Eso me infunde nuevas fuerzas para seguir caminando. Como en cualquier situación difícil de nuestra existencia, la primera parte del camino se comienza alegre y rápida porque tienes la ilusión de la aventura; luego viene la rutina y el desánimo y con ellos el cansancio que nos impele a abandonar la empresa, pero cuando ya estamos a punto de tirar la toalla, si contemplamos a lo lejos nuestra meta como si estuviera al alcance de nuestra mano, recobramos el vigor y redoblamos nuestras fuerzas para llegar al fin deseado.
Hemos ascendido hasta los ochocientos veinticuatro metros de altitud sobre el nivel del mar. El Molló dels Cinc Termes, un conjunto de gruesas piedras colocadas en forma cónica en el vértice más alto de la montaña conocida con el topónimo de La Cabrerola nos indica que hemos culminado la cima y alcanzado nuestra meta, nuestro destino de hoy. El viento sopla con fuerza en estas alturas y una vez que José Miguel ha saltado la valla metálica y nos encontramos en término de Xert, contemplamos extasiados el paisaje. Siempre que llego a una altura semejante, recuerdo el pasaje del evangelio sobre la tentación que el diablo le hizo a Jesucristo cuando, estando retirado en el desierto durante cuarenta días lo condujo “a una altura y le mostró en un instante todos los reinos de la tierra y le dijo el diablo: “Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, porque me la han entregado a mí y yo se la doy a quien quiero. Si, pues, me adoras, toda será tuya". Jesús le respondió: “Está escrito: Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto”, Lc. 4, 1-13. Y comprendo la tentación y la grandeza de Dios a través de la maravillosa contemplación de este espectáculo natural que el hombre, con toda su ciencia y su soberbia, no puede igualar. Da la sensación del poder y la majestad del Creador del Universo que te une a Él a través de su obra. Ningún tesoro, ninguna de las maravillas arquitectónicas o técnicas que ha creado la mente del hombre puede compararse con las mutaciones geológicas, los cambios de las estaciones o los fondos marinos con sus complejas leyes que nos demuestran en cada momento de nuestra vida, si queremos abrir los ojos y estar atentos, la pequeñez del ser humano.
Nos sentamos junto al Molló para protegernos del viento y, después de realizar unas fotografías, sacamos unas manzanas de las mochilas y las comemos con fruición. Luego reponemos líquidos bebiendo agua. Es necesario en todo buen excursionista proveerse antes de emprender la aventura de algo de comida, frutos secos y agua abundante para reponer las fuerzas desgastadas durante la ascensión, así como llevar la cabeza bien cubierta para evitar la excesiva exposición a los rayos del sol. Esta última premisa la he olvidado hoy y siento la piel de la cara caliente y enrojecida. Seguro que mañana acusaré este exceso de sol por no haber cogido una gorra protectora.
Repuestas nuestras fuerzas contemplamos con éxtasis el amplio paisaje. A nuestra derecha la montaña desciende tras la valla hacia Catí, cuya población permanece oculta a nuestra vista. Frente a nosotros divisamos a lo lejos las poblaciones de Tírig, la Salzadella y Sant Mateu, que se entreven en una lejanía casi brumosa por la distancia y a nuestra espalda les moles de Xert emergen con sus poderosas planicies: La Mola de Xert, la Mola de les Calderes, y el pueblo, nuestro pueblo, coronado por l´Església Vella, descendiendo y desparramándose por todo el montículo en el que se asienta hasta el polideportivo. Historia y modernidad unidas por un hilo conductor de vida que se alarga como un ovillo que rodara desde la cumbre hasta la llanura.
José Miguel consulta de nuevo su GPS. Quiere que vayamos ahora hasta la Font de Consell, cercana a las ruinas de la masía del mismo nombre. El camino a recorrer es largo y abrupto desde el Molló. ¡Menos mal que avisamos con nuestros teléfonos móviles a nuestras mujeres para que no nos esperen a comer! Son las 13,30 horas y aún estamos en el Molló.
Con las indicaciones del GPS comenzamos el descenso. José Miguel va delante por un sendero entre grandes bloques de rocas desprendidas por la acción de los elementos meteorológicos. Constantemente se preocupa de ver si puedo seguirle pues la dificultad del camino me hace bajar este tramo con suma precaución. Uno de los enormes peñascos entorpece el camino. Hay que saltar sobre él o pasar por debajo de su pesada mole pues al caer ha construido como un puente pétreo. Decido pasarlo por su parte inferior. Si cayera ahora, me convertiría en papilla humana.
Conforme vamos descendiendo por la ladera vemos desaparecer la cónica figura del Molló dels Cinc Termes en la lejana altura. Vamos patinando sobre zonas de derrubio de piedras producido por la erosión y, en ocasiones, nuestros pies resbalan a pesar de llevar calzado de montaña. Pero rápidamente recuperamos el equilibrio y estabilizamos el paso abriendo los brazos en cruz. Cada vez se espesa más la vegetación constituida principalmente por carrascas, hasta que llegamos a la zona baja de la montaña, junto al barranco y los campos de cultivo abandonados, cuyos márgenes de piedra se desmoronan por falta del cuidado humano. Aquí encontramos almendros y olivos ahogados materialmente por enormes aliagas, muchas de ellas secas, cuyos pinchos son casi más molestos que los de sus hermanas verdes y lozanas. Perdidos en este lugar, saltando de campo en campo, con las paredes pétreas de contención semiderruidas y atravesando la maleza casi impenetrable, pienso en los incendios forestales. Si el hombre no hubiera abandonado estas tierras al arbitrio de la naturaleza y continuara cultivándolas, recogiendo las aliagas y el monte bajo para la industria como combustible ecológico o pastoreándolas con el ganado, no se producirían los actuales incendios que acabarán desertizando la Península Ibérica: a menos vegetación arbórea, menor humedad y mayor pobreza de la tierra.
Llegamos a lo más profundo del barranco y caminamos entre matorrales más dúctiles a nuestro paso, lo que indica la existencia de corrientes invernales y la posibilidad de vetas ocultas de agua. El GPS nos indica que debemos caminar hacia el este y para ello debemos ascender por la ladera del lado opuesto del barranco por un nuevo montículo en cuyos campos, antaño de cultivo, ha crecido un extenso y frondoso bosque de pinos. No obstante, la mano del hombre debió plantar y abandonar a su suerte estas tierras ya hace muchos años pues se ven troncos caídos y secos que no han sido retirados y hay abundante pinocha que como una alfombra muelle, nos permite andar ahora con placidez, mientras escalamos, campo a campo, por los márgenes de piedra hacia la cima no muy alta. ¡Por fin llegamos!, pero el GPS nos indica que debemos rodear la montaña y descender por la otra parte del barranco que nace en su centro y que abre sus fauces bajo nuestro pies. -¡Allí está la fuente!- decimos José Miguel y yo gozosos de ver ya cerca nuestro segundo objetivo del día.
Al llegar junto a la Font de Consell lo primero que hacemos es lavarnos la cara y los brazos, como indica la sabiduría popular, para atemperar el impacto de la frialdad del agua de la montaña en el interior de nuestro cuerpo. Después saciamos nuestra sed en el humilde pero constante chorro que brota de las entrañas de la montaña que se alza sobre nuestras cabezas. El lugar no puede ser más hermoso: al pie del barranco hay dos piletas de piedra trabajada en forma oval, como si fueran los dos cristales de unas gafas rodeados por montura de piedra. Por un rústico caño, también de piedra, nace el agua a la superficie y va cayendo suavemente en el interior de las pilas, el fondo de las cuales está recubierto de musgo y plantas acuáticas que se cimbrean con el movimiento del agua y con las pequeñas ondas que formamos con nuestras manos. Sentimos la satisfacción de haber llegado a nuestra meta, difícil y complicada, de esas que hubieras abandonado a mitad del camino pero que al fin alcanzas. Como todo en la vida, es más importante la constancia y la perseverancia que la impetuosidad momentánea. Nos fotografiamos junto a la fuente para tener un recuerdo y descansamos durante diez minutos mientras nos recuperamos de la fatiga del camino y observamos los múltiples arañazos que las aliagas han producido en brazos y piernas.
El agua de la fuente fluye cantarina desde las piletas de piedra y, a través de un canalillo, llega hasta una pequeña balsa de riego que hay unos metros más abajo. Parece que nos encontremos en un mundo lejano, atemporal, que podría situarse en el siglo diecinueve o las primeras décadas del veinte. Aquí el tiempo parece haberse detenido. Únicamente una goma negra que emerge de la parte inferior de la balsa y se pierde por la senda que nace junto a la Font de Consell nos indica la presencia más o menos reciente del hombre por estos pagos.
Repuestos del cansancio decidimos volver hacia nuestro vehículo. Partimos por la senda no muy amplia que lleva al Mas de la Creu y que aparece y desaparece entre la vegetación, signo inequívoco de que en los últimos meses ha sido poco transitada. Vamos siguiendo con nuestros pasos la goma negra que transporta el preciado líquido en sus entrañas. A nuestra izquierda se alza a nuestro paso una hermosa caseta de pedra en sec, que ya visitamos hace unos años. Parece un pequeño zigurat mesopotámico y pensamos que quizás sobre su pétrea cúpula los antiguos pastores xertolins que pernoctaban en ella también interpretaban, a su manera, los astros del cielo.
Por fin llegamos a una encrucijada de caminos. A nuestra derecha dejamos el Mas de Calet y el Mas de la Creu y seguimos hacia la izquierda. Al poco rato divisamos el Suzuki Santana que reluce con los rayos del sol meloso de la tarde, perdido entre los campos yermos donde lo dejamos esta mañana. Hemos de saltar de nuevo entre aliagas para acortar en la distancia que nos separa del automóvil y llegamos junto a él cuando en mi reloj de bolsillo las agujas marcan las dieciséis horas. Al subir sentimos una profunda sensación de bienestar. Llevamos andando cinco horas y, salvo dos breves paradas en el Molló y la Font de Consell, hemos caminado a salto de mata. Nuestras piernas y brazos están laceradas por las aliagas, llenas de pequeñas rayas rojas, arañazos que cicatrizarán pero que serán visibles durante días. En las manos notamos más de una espina clavada que tendremos que arrancar con finas pinzas a nuestro regreso a casa o dejar que nuestro organismo las rodee de pus y las fagocite lentamente. De nuevo saltamos en el interior del coche que va sobre un camino pedregoso, hasta que la carretera aparece asfaltada y dulcifica los movimientos bruscos.
Son las dieciséis treinta cuando entramos en el casco urbano de Enroig. Dejamos el coche aparcado en la plaza que hay ante la pequeña iglesia de Nuestra Señora del Pilar y nos dirigimos al único restaurante que hay: El Lobo. Lo ha instalado una familia alemana que se ha afincado entre nosotros y esperamos, no sin cierta incertidumbre dada la hora que es, que nos proporcione el grato placer de reponer fuerzas. Ahora comprendo perfectamente, por qué a la hostelería les ha dado últimamente en denominarla “restauración”. Ese es el mejor efecto que producen la comida y la bebida en un cuerpo cansado como el nuestro. La comida resulta deliciosa y abundante: primero unos platos comunes como entrante compuestos de pulpo a la gallega colocado sobre un lecho de patatas cocidas, esgarraet o sea pimientos asados con bacalao, jamón y queso, pan tostado, all i oli y una ensalada variada. De segundo José Miguel pide pescado y yo un guisado de ternera. Después un café y un cortado acaban de poner en funcionamiento nuestras neuronas.
Regresamos a Xert a las dieciocho horas. Hace un sol entreverado de nubes y cada uno se dirige a su casa a descansar. Mi cuerpo, a pesar de la cafeína, demanda dormir aunque sea una hora avanzada para la tradicional siesta. Me acuesto y duermo tres cuartos de hora con gran profundidad y al despertarme me sorprende el cielo completamente cubierto y una fina lluvia que amaina al poco rato al ser arrastradas las nubes por el fuerte y frío viento de la primavera del Maestrat. pasado mañana el regreso a Valencia, al trabajo, a la gran urbe llena de prisas y de ansiedad, de polución y fatiga y el próximo fin de semana de nuevo a Xert, a las montañas, a la paz, al silencio y a la unión con la naturaleza y el Cosmos.
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